Don Ramón de las Aceñas.
Por
Juan
Cid.
Don
Ramón de las Aceñas no era un hombre del montón. De hecho, su vida siempre
había estado ligada a Prado del Cea, de donde era oriundo y donde ejerció su
profesión como industrial electricista. Digo que no era un hombre corriente y
me ratifico en ello, ya que don Ramón estaba siempre feliz.
Una
cabellera nevada, bien poblada de un pelo liso y fino, cortado al más clásico
de los estilos tapaba la sesera más ingeniosa de la villa. Orejas peludas y enormes
ojos, ya de un tono grisáceo, iluminaban el rostro siempre vivo de don Ramón.
Sus pantalones de paño, su correa de cuero viejo y sus chaquetas de lana eran
la fachada visible de una persona apacible, agradable y de buen corazón.
No
es que fuera muy alto, ni tampoco bajo, sin embargo, don Ramón siempre sabía
estar a la altura de las circunstancias.
Era
un hombre que no podía vivir alejado de su casa y de sus recuerdos. Tenía muy
viva la memoria de su juventud y de su infancia en Prado del Cea. Hombre devoto
de la Virgen y conocedor del catecismo, no soportaba la hipocresía.
Tenía,
don Ramón, la sana costumbre de sentarse a tomar el sol a la puerta de su casa
todas las mañanas, para ver pasar a los vecinos y saludarles con su inmensa
sonrisa. Conocía la vida y milagros de cada vecino y, lo más importante, de
cada una de las familias del pueblo. Curiosamente, pese a dominar tal cantidad
de información, don Ramón nunca caía en chafardeos y murmuraciones. Su
conversación siempre era jovial, alegre y desenfadada. Decía de él don Ambrosio,
uno de los muchos párrocos que pasaron por Prado del Cea, que si todos los
hombres fuéramos la mitad de buenos y alegres que don Ramón, el mundo sería
mucho mejor y nosotros mucho más felices.
Pasaba
solo las Navidades, ya que era soltero y sólo tenía familia muy lejana que
apenas veía. Aún así, siempre se le veía en la Misa del Gallo bien trajeado y aseado.
Don
Ramón era un hombre feliz. De niño soñaba con ser electricista y lo consiguió. Después,
pasó su vida ejerciendo su ministerio en el mismo pueblo que le vio nacer y eso,
para él fue la mejor moneda con la que la vida podía pagarle. Conservaba su
primer polímetro analógico con el que estudió Maestría en su adolescencia.
También guardaba celosamente pequeños juguetes de latón que otrora fueran furgonetas
y camiones a escala, de los que recordaba hasta los más pequeños detalles y con
los que decía haber jugado durante toda su niñez. También le gustaba hablar de
su motocicleta, con la que iba de un pueblo a otro a realizar sus quehaceres.
Tenía buena memoria y siempre era capaz de recordar alguna anécdota que
estuviera relacionada con lo que viera o hablase en cada momento.
Pese
a sus casi cien años, don Ramón no usaba lentes de ningún tipo. Tampoco las
necesitaba, decía él. Además, ya ni siquiera leía y si necesitaba ver facturas,
cartas, o documentos varios, siempre podía contar con Leo, con quien tenía una
bonita amistad.
Últimamente
pasaba las horas muertas mirando hacia el horizonte, destino final de todos
nosotros, según decía. De sus viejas y firmes manos, cada vez se asomaba más un
temblor. De aquellos pies que siempre iban firmes allá dónde quisiera su mente,
ya se veía que arrastraban las alpargatas. Lo único que no se desfiguraba en
don Ramón era su alegría y su bondad.
De
su rápido declive, don Miguel, el médico comarcal, informó a los Servicios
Sociales, procurando para don Ramón la mejor y la más eficiente de las
atenciones. Así, de un plumazo, entre el médico, el cura y el alcalde
decidieron ingresar a don Ramón en la residencia de las Hermanitas del Amor de
Dios, con sede en Villares del Real Camino, un pueblo cercano a su adorado
Prado del Cea.
No
sin unos buenos bastonazos, el realojo de don Ramón se hizo antes de lo
previsto. El ayuntamiento asumió el proceso de incapacitación y sufragó parte
de los gastos de la estancia en la residencia. A cambio, se quedarían con su
casa y sus posesiones cuando don Ramón se fuera al Cielo. Sin embargo, él no
quería irse de su casa, ni de su pueblo, ni dejar de tomar el sol desde la
puerta de su casa. Su vida siempre había estado ahí y él quería que su muerte
también fuera en Prado del Cea. En el
momento en que el personal de la residencia entró en su casa acompañado por las
autoridades locales, don Ramón se dio perfecta cuenta de lo que iba a pasar y
se defendió con uñas y dientes. ¡Vamos! Que le metió una tunda tremenda al
primer enfermero que se le acercó con una maleta vacía. ¡Menudos porrazos! Pese
a todo intento de heroica resistencia, don Ramón, aquella noche, ya dormiría en
lo que sería, según decía el mismo, su “última parada”.
Leo
solía ir a verle de vez en cuando. Hablaban y se escapaban a tomar unas cañitas
en el bar “Los duendes”, que daban pincho con la consumición y además le trataban
con mucho afecto. Poco a poco su persona se iba haciendo cada vez más torpe e
imprecisa. A los temblores de la mano, se añadió la necesidad de tomar oxígeno
por vía nasal varias horas al día. Después fallaron sus piernas. Don Ramón necesitaba
bastones, pero se fatigaba mucho y le faltaba el aire. Pronto los bastones
dieron paso a un andarín y en unas pocas semanas estaba ya en una silla de
ruedas.
-Leo,
cuida de mi pueblo –solía decirme-. Le gustaba que le contase cosas y que le
diera conversación. Especialmente las escapadas al bar “Los duendes” con pincho
y cervecita.
Después
de un inverno malo, vino una primavera floja y ventosa. Los chubascos
frecuentes hacían imposible sacar a don Ramón de la residencia. Ya no se le
iluminaba la cara cuando recibía visitas. Su devoción a lo religioso había dado
paso a una crítica mordaz hacia el clero y sobre todo hacia las monjas. Sus
cuidadoras, que eran seglares -¡gracias a Dios!- le trataban con cariño y
jugaban con él. Él siempre fue educado y respetuoso con ellas. Incluso hicieron
amistad con Leo, que sabía que estaba en las mejores manos. No obstante, don Ramón sabía que era un
estorbo. Hablando con su amigo le decía una y otra vez que para qué seguía
viviendo. Señalaba una y otra vez que ya no esperaba más de la vida y que
estaba muy cansado. Poco a poco, llegó el día en el que no podía prescindir del
oxígeno. Sus ojos se descubrían pesados, su mirada cada vez más vaga y
distante. Ya no fluían las sonrisas por sus labios, ni las palabras tampoco.
Finalmente
murió en la residencia sin que nadie se diera cuenta. Se fue en silencio, sin
hacer ruido, sin molestar y sin dar quehaceres extraordinarios. Sentado en su
sillón del oxígeno, sus cuidadoras lo encontraron sin vida. Las monjas le
dedicaron la misa del día y su cuerpo fue trasladado para su incineración.
Nadie avisó a nadie. No hubo tampoco esquelas, ni funerales, ni siquiera una
sepultura en Prado del Cea.
Semanas
después, el ayuntamiento decidía que la casa de don Ramón se convertiría,
previa reforma, en el nuevo colmado de Prado del Cea. Se informaría a todos de
las condiciones de una concesión en precario y el erario correría con los gastos.
Pero eso ya es otra historia, que deberá
ser contada en su momento.
Fin.-