Relatos de la casona

Relatos de la casona
Casona.

domingo, 5 de febrero de 2017


Don Ramón de las Aceñas.
Por
Juan Cid.


Don Ramón de las Aceñas no era un hombre del montón. De hecho, su vida siempre había estado ligada a Prado del Cea, de donde era oriundo y donde ejerció su profesión como industrial electricista. Digo que no era un hombre corriente y me ratifico en ello, ya que don Ramón estaba siempre feliz.
Una cabellera nevada, bien poblada de un pelo liso y fino, cortado al más clásico de los estilos tapaba la sesera más ingeniosa de la villa. Orejas peludas y enormes ojos, ya de un tono grisáceo, iluminaban el rostro siempre vivo de don Ramón. Sus pantalones de paño, su correa de cuero viejo y sus chaquetas de lana eran la fachada visible de una persona apacible, agradable y de buen corazón.
No es que fuera muy alto, ni tampoco bajo, sin embargo, don Ramón siempre sabía estar a la altura de las circunstancias.
Era un hombre que no podía vivir alejado de su casa y de sus recuerdos. Tenía muy viva la memoria de su juventud y de su infancia en Prado del Cea. Hombre devoto de la Virgen y conocedor del catecismo, no soportaba la hipocresía.
Tenía, don Ramón, la sana costumbre de sentarse a tomar el sol a la puerta de su casa todas las mañanas, para ver pasar a los vecinos y saludarles con su inmensa sonrisa. Conocía la vida y milagros de cada vecino y, lo más importante, de cada una de las familias del pueblo. Curiosamente, pese a dominar tal cantidad de información, don Ramón nunca caía en chafardeos y murmuraciones. Su conversación siempre era jovial, alegre y desenfadada. Decía de él don Ambrosio, uno de los muchos párrocos que pasaron por Prado del Cea, que si todos los hombres fuéramos la mitad de buenos y alegres que don Ramón, el mundo sería mucho mejor y nosotros mucho más felices.
Pasaba solo las Navidades, ya que era soltero y sólo tenía familia muy lejana que apenas veía. Aún así, siempre se le veía en la Misa del Gallo bien trajeado y aseado.
Don Ramón era un hombre feliz. De niño soñaba con ser electricista y lo consiguió. Después, pasó su vida ejerciendo su ministerio en el mismo pueblo que le vio nacer y eso, para él fue la mejor moneda con la que la vida podía pagarle. Conservaba su primer polímetro analógico con el que estudió Maestría en su adolescencia. También guardaba celosamente pequeños juguetes de latón que otrora fueran furgonetas y camiones a escala, de los que recordaba hasta los más pequeños detalles y con los que decía haber jugado durante toda su niñez. También le gustaba hablar de su motocicleta, con la que iba de un pueblo a otro a realizar sus quehaceres. Tenía buena memoria y siempre era capaz de recordar alguna anécdota que estuviera relacionada con lo que viera o hablase en cada momento.
Pese a sus casi cien años, don Ramón no usaba lentes de ningún tipo. Tampoco las necesitaba, decía él. Además, ya ni siquiera leía y si necesitaba ver facturas, cartas, o documentos varios, siempre podía contar con Leo, con quien tenía una bonita amistad.
Últimamente pasaba las horas muertas mirando hacia el horizonte, destino final de todos nosotros, según decía. De sus viejas y firmes manos, cada vez se asomaba más un temblor. De aquellos pies que siempre iban firmes allá dónde quisiera su mente, ya se veía que arrastraban las alpargatas. Lo único que no se desfiguraba en don Ramón era su alegría y su bondad.
De su rápido declive, don Miguel, el médico comarcal, informó a los Servicios Sociales, procurando para don Ramón la mejor y la más eficiente de las atenciones. Así, de un plumazo, entre el médico, el cura y el alcalde decidieron ingresar a don Ramón en la residencia de las Hermanitas del Amor de Dios, con sede en Villares del Real Camino, un pueblo cercano a su adorado Prado del Cea.
No sin unos buenos bastonazos, el realojo de don Ramón se hizo antes de lo previsto. El ayuntamiento asumió el proceso de incapacitación y sufragó parte de los gastos de la estancia en la residencia. A cambio, se quedarían con su casa y sus posesiones cuando don Ramón se fuera al Cielo. Sin embargo, él no quería irse de su casa, ni de su pueblo, ni dejar de tomar el sol desde la puerta de su casa. Su vida siempre había estado ahí y él quería que su muerte también fuera en Prado del Cea.  En el momento en que el personal de la residencia entró en su casa acompañado por las autoridades locales, don Ramón se dio perfecta cuenta de lo que iba a pasar y se defendió con uñas y dientes. ¡Vamos! Que le metió una tunda tremenda al primer enfermero que se le acercó con una maleta vacía. ¡Menudos porrazos! Pese a todo intento de heroica resistencia, don Ramón, aquella noche, ya dormiría en lo que sería, según decía el mismo, su “última parada”.
Leo solía ir a verle de vez en cuando. Hablaban y se escapaban a tomar unas cañitas en el bar “Los duendes”, que daban pincho con la consumición y además le trataban con mucho afecto. Poco a poco su persona se iba haciendo cada vez más torpe e imprecisa. A los temblores de la mano, se añadió la necesidad de tomar oxígeno por vía nasal varias horas al día. Después fallaron sus piernas. Don Ramón necesitaba bastones, pero se fatigaba mucho y le faltaba el aire. Pronto los bastones dieron paso a un andarín y en unas pocas semanas estaba ya en una silla de ruedas.
-Leo, cuida de mi pueblo –solía decirme-. Le gustaba que le contase cosas y que le diera conversación. Especialmente las escapadas al bar “Los duendes” con pincho y cervecita.
Después de un inverno malo, vino una primavera floja y ventosa. Los chubascos frecuentes hacían imposible sacar a don Ramón de la residencia. Ya no se le iluminaba la cara cuando recibía visitas. Su devoción a lo religioso había dado paso a una crítica mordaz hacia el clero y sobre todo hacia las monjas. Sus cuidadoras, que eran seglares -¡gracias a Dios!- le trataban con cariño y jugaban con él. Él siempre fue educado y respetuoso con ellas. Incluso hicieron amistad con Leo, que sabía que estaba en las mejores manos.  No obstante, don Ramón sabía que era un estorbo. Hablando con su amigo le decía una y otra vez que para qué seguía viviendo. Señalaba una y otra vez que ya no esperaba más de la vida y que estaba muy cansado. Poco a poco, llegó el día en el que no podía prescindir del oxígeno. Sus ojos se descubrían pesados, su mirada cada vez más vaga y distante. Ya no fluían las sonrisas por sus labios, ni las palabras tampoco.
Finalmente murió en la residencia sin que nadie se diera cuenta. Se fue en silencio, sin hacer ruido, sin molestar y sin dar quehaceres extraordinarios. Sentado en su sillón del oxígeno, sus cuidadoras lo encontraron sin vida. Las monjas le dedicaron la misa del día y su cuerpo fue trasladado para su incineración. Nadie avisó a nadie. No hubo tampoco esquelas, ni funerales, ni siquiera una sepultura en Prado del Cea.
Semanas después, el ayuntamiento decidía que la casa de don Ramón se convertiría, previa reforma, en el nuevo colmado de Prado del Cea. Se informaría a todos de las condiciones de una concesión en precario y el erario correría con los gastos.  Pero eso ya es otra historia, que deberá ser contada en su momento.
Fin.-