Relatos de la casona

Relatos de la casona
Casona.

lunes, 16 de enero de 2017



La muerte del cisne.
Por

Juan Cid.




Hoy es el día que se cumple el aviso de cierre. A partir de hoy, los vecinos de Prado del Cea ya no podrán comprar suministros varios en la población. En este momento se ponen fin a noventa años de Ultramarinos el Cisne la única tienda que quedaba abierta en el pueblo.  

La verdad es que ha sido una larga agonía. Ya desde hace más de seis años se podía ver venir, pero nadie quería verlo. Ni Sagrario, la dueña de la tienda, ni el alcalde, ni los vecinos.  Sin embargo, ahora mismo ya es una realidad inamovible: la tienda del pueblo ha cerrado sus puertas para siempre.

Tampoco es menos cierto que, por mucho que nos empeñemos en buscar causas ajenas a lo cotidiano, las razones para el cierre eran más que cotidianas, evidentes. Sin ir más lejos, en este pueblo, como en todos los pueblos, hay facciones diferentes y, cómo no, enfrentadas. Tú eres de un equipo, yo de otro. Tú eres rico, yo pobre. Tú eres de una familia adinerada, yo, proletario. Tú eres del pueblo, yo, inmigrante. Tú religioso, yo hereje,…

 Esto daba lugar a muchas críticas, comentarios y chafardeos que casi nunca eran buenos. Mas no sólo a eso. Aunque parezca mentira, y sobre todo en el siglo XXI, pese al igualitario rasero del precio de un artículo, en Ultramarinos el Cisne había distinciones de dinero. Es decir, que un euro mío no valía lo mismo que un euro de doña Engracia, o que si sólo quedaba un paquete de arroz, Sagrario, la tendera, se reservaba el derecho a vendérselo a quién ella considerase mejor, sin importar quién estuviera primero comprando. Ni que decir tiene que esto generaba demasiado malestar entre los posibles parroquianos. Y, si, con mucha razón, ya decía santa Teresa que entre los pucheros de nuestra cocina podemos encontrar a Nuestro Señor; lo que no nos dijo es que entre los mismos pucheros también podía estar el Diablo.

Lamentablemente, según el puesto al que la pequeña oligarquía pueblerina y provinciana te hubiera relegado, en Ultramarinos el Cisne, era mucho más fácil encontrar al mismísimo Satanás que a la Santísima Trinidad. Vamos, que era mejor coger el autobús e irse a comprar al pueblo de al lado que soportar los gritos y los aspavientos de desagrado de la marchanta del pueblo. O tener que soportar que para comprar una pastilla de jabón tuvieras también que comprar una esponja, un cepillo y un gorro de ducha, porque si no, la pastilla de jabón no funcionaba. ¡Pues anda que no había veces que mandabas al niño a comprar macarrones y te venía con otra cosa porque no le querían vender los macarrones! Tampoco faltaron ocasiones en las que fuera un chaval a comprarse un helado y enfadarse con él por querer pagar con monedas de céntimos sueltos. Y eso fue lo que ocurrió. Los estigmatizados vecinos empezaron a comprar todo aquello que ellos querían, sin adiciones, en otros establecimientos de fuera del pueblo. En fin, que si el refrán nos decía que tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe,  aquí podríamos decir que tanto fue el cántaro a la fuente, que al final  aprendió a irse del pueblo.

Sin embargo, no todos podían coger el autobús para hacer la compra en otro pueblo, porque, entre otras cosas, no había autobuses a diario.  Por todo ello, la gente mayor que no tenía movilidad para usar el transporte público, comenzó a buscarse la vida para salir. Y de ahí surgieron los Bla bla car de la compra.

Leo, que no podía vivir ajeno a dicha realidad, hacía tiempo que compraba todo fuera de Prado del Cea. Como bien se puede ver, Leo no era bien visto por los pequeños caciques, así que cansado de aguantar insolencias y faltas de ética comercial, recorría con frecuencia los distintos mercados de la comarca.  Si necesitaba fruta, carne y pescado se iba a Hospital del Real Camino. Si necesitaba cosas de tornillería y de botica, se iba a San Juan de los Oteros. Si eran otros menesteres no tenía problemas en marchar a la ciudad. Sin embargo, Leo, que siempre solía ir en solitario, últimamente iba muy acompañado. Si no era Ramón, era Hermenegilda, y si no, era cualquier vecino de la facción revolucionaria del pueblo. Es decir, de los mal vistos por algunos.

Durante los trayectos había veces de grandes conversaciones, otras de grandes silencios. Fuera como fuera, la vecindad daba por hecho que había más lugares para comprar y que nada les obligaba a quedarse si no estaban a gusto en la tienda del pueblo.

Un día, hablando con Hermenegilda, Leo recordaba el cierre de las escuelas. No había pasado tanto tiempo. Tan solo unos seis años atrás había escuela y los niños jugaban alegres en sus patios. La falta de nacimientos, ya se sabe, decían. Pero también suprimieron el consultorio médico. Ahora sólo venían a pasar consulta dos veces por semana. Lo cierto es que ya ni los guardias venían por el pueblo. Ni siquiera el bar seguía en pie. Tan solo en verano quedaba abierto el chiringuito de la zona recreativa. Y no sabemos por cuánto tiempo. Todo se había ido apagando poco a poco, sin mayor estruendo que el que pueda hacer una bolsa vacía recorriendo las calles del pueblo.

Pero no todo era declive en Prado del Cea. Los impuestos, en cambio, subían de forma inversamente proporcional a los servicios recibidos por los vecinos.  Según el alcalde, le habían engañado desde la diputación para actualizarlos a las actuales circunstancias de la villa. La cosa es que la subida era cercana al ciento por ciento de lo que se venía pagando hasta entonces, pero con las pocas salvedades de la oposición, tampoco nadie ponía el grito en el cielo. La mayoría vio como sus declaraciones de patrimonio se vieron incrementadas como por arte de magia. Hubo quienes perdieron becas y subvenciones por estas subidas. Fueron muchos los que empezaron a poner en venta sus casas, sus cuadras y sus tierras, generando un mercado en exceso de oferta que condujo a una estrepitosa bajada de precios, así como un lamentable éxodo de aquellos que prefirieron dejar atrás sus raíces, antes que pagar unas cargas que cada vez se hacían más duras de llevar. Con todas estas medidas el número de censados en el padrón municipal iba en descenso.

De un tiempo a esta parte, empezaron a proliferar los camiones de mercadería ambulante que venían ofreciendo diversos productos por las distintas calles del pueblo, casi casi a domicilio. Era curioso ver cómo te ofrecían por la calle lo que normalmente podrías comprar en la tienda del pueblo. Pero, ¿por qué?

Estaba claro que los dueños del colmado ponían el grito en el cielo. Y que muchas veces  amenazaban con poner denuncias, pero nunca pasó de ahí la cosa. Y es que, sin ellos saberlo, los pequeños caciques del pueblo habían ido dándoles la espalda, y quienes habían ostentado hasta entonces la emisora de rumores e intercambio de cotilleos se fueron quedando solos.  Poco a poco, aquellos que se habían creído siempre a salvo se fueron condenando ante los inmisericordes ojos de la oligarquía imperante. Por mucho que ellos pensaran que no podrían caer, está visto que pasar de ser cazador a ser cazado no mola nada. Un soldado en el frente no puede sobrevivir sin sus armas, ni sin el resto de su ejército. Nadie es indispensable, nadie es inmortal.

El alcalde y la corporación municipal en pleno nunca persiguieron la venta ambulante fuera de los días de mercado, y eso fue el principio del fin. De momento, y sólo Dios sabe cuánto durará, los camiones de mercadería seguirán viniendo por Prado del Cea. Cada vez se prestan menos servicios. La población, sin relevo generacional, se ve más obligada a marcharse a vivir a otras poblaciones, o a residencias de ancianos. Aquí no hay futuro, no hay presente y el pasado quedará sólo mientras quede en la memoria de quienes sigan vivos. Los carteles de “se vende” cuelgan a docenas de balconadas y de portalones, nadie guarda esos teléfonos, nadie llama para preguntar, son fincas que se quedan solas, se van hundiendo con el tiempo, nadie se ocupa de ellas, nadie las heredará, porque a nadie le importan ya. Testigos silenciosos de otros tiempos mejores, quedan al antojo de la naturaleza. ¿Quién conocerá sus secretos? ¿Quién las recordará? ¿Sabrá alguien de su existir, de su vida, de su historia?

El cartel del cese de actividad y las verjas bajadas de Ultramarinos el Cisne añaden otra fantasmagórica postal a lo ya contado. El rótulo de la tienda ya ha sido retirado. Se cierra otra parcela de la memoria viva del pueblo. Por otra parte, los pocos poderosos que aún quedan en la villa celebran su pírrica victoria sin percatarse de que esto no es más que otro signo visible de una muerte que se avecina y que se puede predecir no muy lejana, una muerte colectiva, una muerte de todo un pueblo. ¿A dónde van los pueblos cuando se mueren?

R.I.P.