La
muerte del cisne.
Por
Juan
Cid.
Hoy
es el día que se cumple el aviso de cierre. A partir de hoy, los vecinos de
Prado del Cea ya no podrán comprar suministros varios en la población. En este
momento se ponen fin a noventa años de Ultramarinos
el Cisne la única tienda que quedaba abierta en el pueblo.
La
verdad es que ha sido una larga agonía. Ya desde hace más de seis años se podía
ver venir, pero nadie quería verlo. Ni Sagrario, la dueña de la tienda, ni el
alcalde, ni los vecinos. Sin embargo,
ahora mismo ya es una realidad inamovible: la tienda del pueblo ha cerrado sus
puertas para siempre.
Tampoco es menos cierto que, por mucho que nos empeñemos en buscar causas ajenas a lo
cotidiano, las razones para el cierre eran más que cotidianas, evidentes. Sin
ir más lejos, en este pueblo, como en todos los pueblos, hay facciones
diferentes y, cómo no, enfrentadas. Tú eres de un equipo, yo de otro. Tú eres
rico, yo pobre. Tú eres de una familia adinerada, yo, proletario. Tú eres del pueblo,
yo, inmigrante. Tú religioso, yo hereje,…
Lamentablemente,
según el puesto al que la pequeña oligarquía pueblerina y provinciana te hubiera
relegado, en Ultramarinos el Cisne,
era mucho más fácil encontrar al mismísimo Satanás que a la Santísima Trinidad.
Vamos, que era mejor coger el autobús e irse a comprar al pueblo de al lado que
soportar los gritos y los aspavientos de desagrado de la marchanta del pueblo. O
tener que soportar que para comprar una pastilla de jabón tuvieras también que
comprar una esponja, un cepillo y un gorro de ducha, porque si no, la pastilla
de jabón no funcionaba. ¡Pues anda que no había veces que mandabas al niño a
comprar macarrones y te venía con otra cosa porque no le querían vender los
macarrones! Tampoco faltaron ocasiones en las que fuera un chaval a comprarse un
helado y enfadarse con él por querer pagar con monedas de céntimos sueltos. Y
eso fue lo que ocurrió. Los estigmatizados vecinos empezaron a comprar todo
aquello que ellos querían, sin adiciones, en otros establecimientos de fuera
del pueblo. En fin, que si el refrán nos decía que tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe, aquí podríamos decir que tanto fue el cántaro
a la fuente, que al final aprendió a
irse del pueblo.
Sin
embargo, no todos podían coger el autobús para hacer la compra en otro pueblo,
porque, entre otras cosas, no había autobuses a diario. Por todo ello, la gente mayor que no tenía
movilidad para usar el transporte público, comenzó a buscarse la vida para
salir. Y de ahí surgieron los Bla bla car
de la compra.
Leo,
que no podía vivir ajeno a dicha realidad, hacía tiempo que compraba todo fuera
de Prado del Cea. Como bien se puede ver, Leo no era bien visto por los pequeños
caciques, así que cansado de aguantar insolencias y faltas de ética comercial,
recorría con frecuencia los distintos mercados de la comarca. Si necesitaba fruta, carne y pescado se iba a
Hospital del Real Camino. Si necesitaba cosas de tornillería y de botica, se
iba a San Juan de los Oteros. Si eran otros menesteres no tenía problemas en
marchar a la ciudad. Sin embargo, Leo, que siempre solía ir en solitario,
últimamente iba muy acompañado. Si no era Ramón, era Hermenegilda, y si no, era
cualquier vecino de la facción revolucionaria del pueblo. Es decir, de los mal
vistos por algunos.
Durante
los trayectos había veces de grandes conversaciones, otras de grandes
silencios. Fuera como fuera, la vecindad daba por hecho que había más lugares
para comprar y que nada les obligaba a quedarse si no estaban a gusto en la
tienda del pueblo.
Un
día, hablando con Hermenegilda, Leo recordaba el cierre de las escuelas. No
había pasado tanto tiempo. Tan solo unos seis años atrás había escuela y los
niños jugaban alegres en sus patios. La falta de nacimientos, ya se sabe,
decían. Pero también suprimieron el consultorio médico. Ahora sólo venían a
pasar consulta dos veces por semana. Lo cierto es que ya ni los guardias venían
por el pueblo. Ni siquiera el bar seguía en pie. Tan solo en verano quedaba
abierto el chiringuito de la zona recreativa. Y no sabemos por cuánto tiempo. Todo
se había ido apagando poco a poco, sin mayor estruendo que el que pueda hacer
una bolsa vacía recorriendo las calles del pueblo.
Pero
no todo era declive en Prado del Cea. Los impuestos, en cambio, subían de forma
inversamente proporcional a los servicios recibidos por los vecinos. Según el alcalde, le habían engañado desde la
diputación para actualizarlos a las actuales circunstancias de la villa. La
cosa es que la subida era cercana al ciento por ciento de lo que se venía
pagando hasta entonces, pero con las pocas salvedades de la oposición, tampoco
nadie ponía el grito en el cielo. La mayoría vio como sus declaraciones de
patrimonio se vieron incrementadas como por arte de magia. Hubo quienes
perdieron becas y subvenciones por estas subidas. Fueron muchos los que
empezaron a poner en venta sus casas, sus cuadras y sus tierras, generando un
mercado en exceso de oferta que condujo a una estrepitosa bajada de precios,
así como un lamentable éxodo de aquellos que prefirieron dejar atrás sus raíces,
antes que pagar unas cargas que cada vez se hacían más duras de llevar. Con
todas estas medidas el número de censados en el padrón municipal iba en
descenso.
De
un tiempo a esta parte, empezaron a proliferar los camiones de mercadería ambulante
que venían ofreciendo diversos productos por las distintas calles del pueblo, casi
casi a domicilio. Era curioso ver cómo te ofrecían por la calle lo que
normalmente podrías comprar en la tienda del pueblo. Pero, ¿por qué?
Estaba
claro que los dueños del colmado ponían el grito en el cielo. Y que muchas
veces amenazaban con poner denuncias,
pero nunca pasó de ahí la cosa. Y es que, sin ellos saberlo, los pequeños
caciques del pueblo habían ido dándoles la espalda, y quienes habían ostentado
hasta entonces la emisora de rumores e intercambio de cotilleos se fueron
quedando solos. Poco a poco, aquellos
que se habían creído siempre a salvo se fueron condenando ante los
inmisericordes ojos de la oligarquía imperante. Por mucho que ellos pensaran
que no podrían caer, está visto que pasar de ser cazador a ser cazado no mola
nada. Un soldado en el frente no puede sobrevivir sin sus armas, ni sin el
resto de su ejército. Nadie es indispensable, nadie es inmortal.
El
alcalde y la corporación municipal en pleno nunca persiguieron la venta
ambulante fuera de los días de mercado, y eso fue el principio del fin. De
momento, y sólo Dios sabe cuánto durará, los camiones de mercadería seguirán
viniendo por Prado del Cea. Cada vez se prestan menos servicios. La población,
sin relevo generacional, se ve más obligada a marcharse a vivir a otras
poblaciones, o a residencias de ancianos. Aquí no hay futuro, no hay presente y
el pasado quedará sólo mientras quede en la memoria de quienes sigan vivos. Los
carteles de “se vende” cuelgan a docenas de balconadas y de portalones, nadie guarda
esos teléfonos, nadie llama para preguntar, son fincas que se quedan solas, se
van hundiendo con el tiempo, nadie se ocupa de ellas, nadie las heredará, porque
a nadie le importan ya. Testigos silenciosos de otros tiempos mejores, quedan
al antojo de la naturaleza. ¿Quién conocerá sus secretos? ¿Quién las recordará?
¿Sabrá alguien de su existir, de su vida, de su historia?
El
cartel del cese de actividad y las verjas bajadas de Ultramarinos el Cisne añaden otra fantasmagórica postal a lo ya
contado. El rótulo de la tienda ya ha sido retirado. Se cierra otra parcela de
la memoria viva del pueblo. Por otra parte, los pocos poderosos que aún quedan
en la villa celebran su pírrica victoria sin percatarse de que esto no es más
que otro signo visible de una muerte que se avecina y que se puede predecir no
muy lejana, una muerte colectiva, una muerte de todo un pueblo. ¿A dónde van los pueblos cuando se mueren?
R.I.P.
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